La muerte desde el laberinto de la soledad

28 de diciembre de 2022. Hong Kong, SAR.
(Publicado también en mi blog @aljif7 en Hive/ecency-blog)

Hoy les comparto un ensayo que escribí hace ya algunos años... Lo he encontrado entre documentos archivados (no en digital sino en papel), cuando aún tenía la ilusión de seguir algún posgrado en literatura :)- He hecho correcciones mínimas esperando conservar el texto de mi década pasada (¿o más?). 
Y empezaba así: 

La muerte, es uno de los temas que atrae a poetas y escritores, filósofos, etc. Lo encontramos en Juan Rulfo, en Jaime Sabines, en Villaurrutia, en Carlos Fuentes y Octavio Paz, entre otros. Este último, Paz, en "El laberinto de la soledad" describe la actitud , la relación, la imperceptible y necesaria existencia de la Fiesta y la Muerte en el mexicano. En ese sentido, podemos decir que la muerte se encuentra entrelazada, entremezclada con la necesidad de fiesta, del festejo. 

La muerte cierra un círculo, dice Paz. La Fiesta del mexicano parece suspender el tiempo, quizás se sobrepone sobre la dimensión del tiempo, parece darle la oportunidad de dejar de ser lleno de contradicciones y confusiones. En el climax de la fiesta dejamos de ser. Morir es dejar de ser. Pienso en "la petite morte", ese morir un poco al alcanzar el orgasmo. ¿Acaso no la Fiesta viene a ser un espacio-tiempo de orgasmo, de 'petite morte' (pero de una complejidad más profunda en el festejo mexicano), de olvidarse de todo, en la que la existencia se desboca, se emborracha para dejar de existir? Buscamos lo que nunca hemos podido ser. El ritual de la fiesta parece iluminarnos la vida. Dejamos de buscar. Iluminación pasajera, momentánea, intensa. Quizás para darnos la energía de seguir... Ignoramos la muerte. Sin embargo le rendimos tributo. Está presente en todo lo que hacemos, hasta en la extrema euforia de la vida (la Fiesta), en el amar, en la distracción.

En nuestra vida moderna, la muerte parece estar en un plano bidimensional; la muerte cierra un círculo: el de la vida temporal. Pero también abre un círculo, el de la vida espiritual sin pecado:  Descanse en paz, en esa eternidad que nadie conoce. 
Por otro lado, la muerte en la cultura azteca, en la cultura precolombina no era un punto final (de la vida material). Para nuestros ancestros, la muerte no cierra un círculo, más bien forma parte de una espiral. La concepción de la vida-muerte vendría a ser una concepción epistemológica de la vida (más que la vida misma), de la existencia como un todo. El sentido ontológico de la armonía del mundo, del universo. 

Quizás de las pocas concepciones epistemológicas que nos quedan inconscientemente de nuestros antepasados sea la celebración del Día de muertos. Nos comemos la muerte, nos burlamos de ella. De ahí la impresión de frecuentar la muerte, provocarla y burlarla. Hacemos calaveras (literarias) para ridiculizar a figuras públicas. Cantamos poesía que habla de muertos-vivos. Hemos creado todo un género de las 'calaveras' literarias. Todosantos, un espacio donde se suspenden reglas, se satiriza a políticos, a enemigos, a vivos y muertos... Nos comemos la dulce muerte en terrones de azúcar, calaveras coloridas, dulcemente azucaradas con nombres. Nos comemos el pan con figura de humanos (pan de muertos). Pan que en los pueblos se hace por encargo con meses de anticipación. En los días de muertos resulta casi imposible de encontrar pan de muertos en los pueblos. 
Por otro lado, en las ciudades se refleja más el mestizaje; el pan simboliza la cabeza, en forma de cruz los huesos sobre una cabeza, una calavera de harina, aportación de la llegada extraña, acaso de frailes que angustiados por cristianizarnos trataban de borrar la figura de muerto en los panes. Pan y vino en la religión cristiana, son símbolos de purificación, para pasar a una comunión de fe. Pan y chocolate en el encuentro 'vivos-muertos', en el mexicano se vuelven símbolos de comunión ontogénica. Le dan sabor a la vida, pero también a la muerte. También se vuelve espacio-tiempo donde se rompe la barrera de la dimensión de los muertos. Y se comparte con esa otra dimensión que no parece lejana de nuestra cotidiana vida. Como si la vida y la muerte se abrieran a su propio encuentro; como si las dos dimensiones coincidieran al hacer fiesta, y el sentir de unos a otros pudiera expresarse sin mayores barreras. Nuestros seres ya muertos nos acompañan. Comen y beben con nosotros. Sus presencias brillan con los coloridos altares y los hilos de luz naciendo de las veladoras. Esa comunión no es sólo con nuestros muertos. El pan, el chocolate, los tamales y la comida que se cocina en esos días se comparte con los familiares que tenemos cerca, con los amigos, con los vecinos, y por supuesto primero con nuestros difuntos que llegan a visitarnos. Son días en que no hay pobreza ni tristeza. Recuerdo mis días de niñez en que esperaba con euforia la llegada de los Días de muertos. Eran días en que el olor a chocolate caliente y pan invadían la casa. Se disfrutaba de las visitas, y visitábamos también. 

Pero Todosantos no era sólo una fiesta que se consumara en los días del festejo. Su festejo iniciaba desde meses antes cuando se sembraba la flor de muertos o flor de cempanxuchiltl, y se iba ahorrando para comprar todo lo necesario y llenar la casa de festejo en esos días de visita de nuestros difuntos; desde la comida hasta el altar, deleitando desde el paladar hasta la vista, el olfato (supongo que también la imaginación, de tal manera que se vuelve real la visita de nuestros ancestros). Los guajolotes o las gallinas que iban a formar parte de esos guisos se alimentaban día a día. Había guajolotes que eran escogidos para el mole desde casi un año antes. Todo tenía que estar listo para la visita de nuestros muertos... los pétalos de flor de muertos se extendían desde la calle hasta la casa, coloreando un camino hasta el altar. Era el camino de bienvenida para nuestra familia faltante en esta dimensión. Era el completo de nuestra existencia. Dicen que nuestros muertos viven hasta que no hay nadie que los recuerde. Nuestras vidas se extienden más allá de nosotros mismos.

Quizás uno de los reproches que habría que hacerle a las grandes ciudades es la degradación del valor de los festejos. Todo parece volverse menos 'natural', menos espontáneo. El compartir, el invitar, el visitar se vuelven extraños. Se visitan exposiciones, museos. Como si la ciudad en su afán de no perder las costumbres y festejos intentara preservarlas en un invocar, en un representar. El olor del chocolate y el pan mezclándose de una casa a otra resulta impensable. Recuerdo el primer festejo que me tocó vivir en México, D. F. , la ciudad que todo lo festeja en grande. 
Emocionado, salí con mi familia de ese momento. Salimos a admirar las ofrendas en el zócalo de la gran ciudad. Pero a la mitad del recorrido una sensación de no ser mi fiesta me invadió, esa fiesta de mi pueblo y mi familia primera me fue invadiendo hasta dejarme el sabor a museo, un inmenso museo temporal al aire libre representando la Fiesta de Todosantos salpicada de Halloween.

Sin embargo, fuera de esta fiesta que llega a todos los rincones de México, la muerte mexicana, que es el reflejo de la vida, nos muestra el des-entendimiento del mexicano tanto hacia la muerte como hacia la vida; ignora la muerte, porque la vida no tiene valor nos dice Paz. ¿Cómo hemos llegado a este desinterés, a esta falta de sentido por el fenómeno de la vida-muerte? Quizás la respuesta se encuentra, sí es que existe, en la confusa y contradictoria existencia a lo largo del mestizaje, a lo largo del choque, la fusión de dos culturas.
Pero las heridas se vuelven mucho más confusas conforme la modernidad nos agobia; desde secuestros en inimaginables modalidades como el levantón que por pura suerte le toca a alguien sin esperárselo, asesinatos de inocentes por enfrentamientos, el desaliento por la ineficacia de los gobernantes o del sistema, etc.
¿Acaso la modernidad nos ha condenado a vivir con un tumor maligno engendrado en el mito de la vida, un mito elaborado con la ilusión de vivir mejor?

Podemos sentir, con Paz, como la vida y la muerte se complementan. Pero de manera extraña el mexicano ha aprendido a huir de la entrega a la vida, de la entrega a la muerte. Se mantiene entre la vida y la muerte. Y quizás por eso, la muerte va perdiendo sentido de trascendencia. ¿O acaso en nuestra cultura, que invadida del tumor de la modernidad manifestándose violentamente, aún persiste como un hilito de esperanza, el ritual de la Fiesta para retornar, cuando el tumor explote y se trague nuestra vida, a la cosmogonía de nuestras antepasados?

El tiempo y el espacio cuando coincidan, tal vez abruptamente en un punto único de tiempo-espacio quizás nos den la respuesta.  

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